
El espía
Me han apostado en esta esquina oscura.
Debo espiar todos los movimientos,
el paso de los grises regimientos
que arrastran sus convoyes de amargura.
Lo he comprendido ya: somos espías,
vigilantes del tiempo, delatores
de los enamorados desertores
que soñaron antiguas rebeldías.
No me confíes nunca tu secreto,
podría delatarte al enemigo:
me vendí a la tristeza por bien poco.
Apostado en la esquina sigo quieto.
Soy un delator, soy un testigo
falso, pero traiciono cuanto toco.
Autor: Leopoldo de Luis (España-1918)
Gallipoli
Imagina las casetas y puestos del mercado de Billingsgate,
el brillo de los pescados y de los cuchillos para desescamar,
las chabolas destartaladas en una granja inglesa,
el hedor de estiércol y paja, y caballos
a medio galope en las callejuelas empedradas de Dublín;
imagina la ruinosa hacienda de un propietario irlandés,
pagodas exhuberantes como un plato de porcelana china,
en el que peces vuelan a través de una mortaja y hay velas y un depósito
de barcos oxidados que pierden lastre con destino a Benarés,
en busca de cargamentos de té tan negro como el estaño;
imagina la cañería sucia de un callejón de Boulogne,
donde tiendas y casas tiemblan hasta que los tejados se tocan,
chimeneas tan altas como las de Sheffield
o torres redondas irlandesas,
echando humo como una flota de acerados destructores británicos;
imagina los soportales olientes a ajo y a orégano en Bolonia,
filigranas curvilíneas de linguinis como un zoco y pestilencia a carne podrida,
laberínticos como las fábricas de rifles de Springfield
o las inmundas cobachas que acogen a los empleados de malos patronos,
que se sientan en salones haciendo negocios mientras beben el elixir del poder;
puebla entonces esa barriada con chipriotas y turcos,
armenios y árabes, fusileros británicos
y zuevos franceses, guías y camellos, oficiales y marinos,
zapadores, mineros, esclavos nubios, cambistas griegos
y añade intérpretes que no saben el idioma;
vístelos con turbantes, con chales de imaginativo encaje,
sombreros de fieltro, fezes, fajines, camisas finas de Valenciennes,
boleros, casullas diseñadas por sastres de alquiler,
pantalones cortos de avestruz o de flamenco rosa,
sans-culottes y atuendos aún más extraños.
requisa unos cuantos mataderos para las tropas,
y puestos que venden naranjada, gaseosa y manteca rancia de cerdo,
un hospital de campaña o dos, una cárcel,
un puerto de aguas estancas infestado por el cólera,
y cloacas al aire libre que descienden por las calles;
haz que la dieta básica sea de cantalupos verdes
atiborrados de moscas y digeridos con vino amargo,
acompañada por la música
bizantina y discordante de la citara
y los graznidos multilingües de los periquitos.
Oh, paisaje salpicado por las minas de diamantes de Kimberley,
y por todos los tugurios de Trebisonda,
donde fumadores de opio languidecen sobre alfombras persas,
y espías y putas en reservados tenuemente iluminados
debaten sobre el debilitado empuje de los poderes aliados,
donde perros vagabundos husmean en busca de casquería
tras el hedor de ciruelas y albaricoques podridos,
de los que se destila el brandy que llaman disparo de la uva,
y soldados yacen muertos o borrachos entre aplastadas flores.
Ni siquiera he comenzado a describir Gallipoli.
Autor: Ciaran Carson
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