Aunque mayormente conocida por su producción poética, la mexicana Rosario Castellanos, también desde la prosa de sus numerosos artículos, cuentos y obras de teatro, se convirtió en una figura combativa contra la marginalidad del indio y de la mujer, y en la denuncia de cualquier situación de servidumbre “amo/esclavo”, claves además de su trayectoria intelectual, en sus estudios universitarios de Filosofía y Literatura y su labor docente en facultades de México, Israel y EE.UU.Al margen de la indiferencia de sus padres, máxime a raíz del posterior nacimiento y fallecimiento de su hermano, dos sucesos conmocionaron profundamente la vida de Rosario, niña entonces perceptiva e hipersensible, que habría de descubrir a través suyo las razones de su compromiso y el origen de su desasosiego existencial.
Uno de ellos se relaciona con el aprendizaje del poder y de la injusticia, a través de los indios que, en la propia hacienda de su infancia, le mostraron el verdadero rostro de la desigualdad social, sobre todo en la figura de María Escadón, compañera de juegos de Rosario, una niña “cargadora”, personaje común e institucionalizado en la vida de los terratenientes mexicanos de la época.
El otro, la temprana e inesperada muerte de su hermano.
Por esa toma de conciencia, entre otras cosas, la actividad literaria y humana de Rosario Castellanos ha estado ligada permanentemente a la denuncia de la marginalidad indígena, tanto en su obra literaria, como en su trabajo para el Instituto Nacional Indigenista, o en la dirección del teatro pedagógico en Chiapas. Por extensión, su compromiso social se expresa también en la formulación de un feminismo arriesgado y moderno, que la acompaña hasta el final de su vida, en 1974, cuando desempeñaba funciones en la Embajada de México en Israel. Mucho antes, Castellanos, había emigrado a EE.UU. abandonando su país como protesta por la política universitaria de México.

Yo no entiendo el idioma
que allá usan de moneda o herramienta.
Alcancé la mudez mineral de la estatua.
Pues la pereza y el desprecio y algo
que no sé discernir me han defendido
de este lenguaje, de este terciopelo
pesado, recamado de joyas, con que el pueblo
donde vivo, recubre sus harapos.
Esta tierra, lo mismo que la otra de mi infancia,
tiene aún en su rostro,
marcada a fuego y a injusticia y crimen,
su cicatriz de esclava.
Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco
de una paloma negra: una raza vencida.
Me escondía entre sábanas
porque un gran animal acechaba
en la sombra, hambriento, y sin embargo
con la paciencia dura de la piedra.
Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia
o el rayo del amor o la alegría que nos aniquila?
Quiero decir, entonces,
que me fue necesario crecer de pronto
(antes de que el terror me devorase)
y partir y poner la mano firme
sobre el timón y gobernar la vida.
Demasiado temprano
escupí en los lugares
que la plebe consagra para la reverencia.
Y entre la multitud yo era como el perro
que ofende con su sarna y su fornicación
y su ladrido inoportuno, en medio
del rito y la importante ceremonia.
Y bien. La juventud,
aunque grave, no fue mortal del todo.
Convalecí. Sané. Con pulso hábil
aprendí a sopesar el éxito, el prestigio,
el honor, la riqueza.
Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los
triunfadores disputan y uno solo arrebata.
Lo tuve y fue como comer espuma,
como pasar la mano sobre el lomo del viento.

bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila
la visita del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
No concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.

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